jueves

La composición


Nos vamos a detener ahora en la forma de estructurar el discurso narrativo para que cualquier cosa que contemos adquiera interés y relevancia. Es decir, vamos a construir un edificio sólido donde el estilo y los recursos expresivos de cada puedan sostenerse a la hora de narrar.

La forma de engarzar los diferentes elementos del discurso es lo que llamaríamos la composición. Resulta una cuestión fundamental, porque la manera en que lo hagamos va a influir directamente en el sentido del texto.
Las unidades narrativas más importantes que componen una historia son:
ESCENA
La escena es una parte de la narración cerrada en sí misma, sometida a unos principios de unidad (tiempo, lugar y acción) y, en la mayoría de los casos, a un mismo punto de vista. La escena, por consiguiente, exige al autor una indicación escueta o detallada del marco físico y alguna insinuación sobre el paso del tiempo (variaciones de la luz, del ruido ambiental...). Como consecuencia, los límites de la escena son muy precisos, de modo que constituyen una secuencia completa, identificable dentro de la narración. A veces en ella la voz del narrador pasa a un segundo plano y el uso del estilo directo nos permite escuchar, de primera mano, las palabras de los personajes (sus diálogos).

Como recurso de composición, la escena coloca al lector en medio de la acción dramática. Le invita a asistir a los hechos y puede tener, por eso mismo, un efecto envolvente: un suceso que oímos de boca de otro y un suceso que presenciamos no nos conmueve en la misma medida. No es lo mismo mostrar los hechos que decirlos, igual que no es lo mismo ver una película que oírla contar a un amigo.

NARRACIÓN LINEAL
Consiste en contar los hechos al mismo tiempo que suceden, como en la escena, pero variando en este caso los escenarios y las acciones. En la novela negra se da mucho, cuando el narrador (la cámara) va siguiendo al detective en todas sus investigaciones, le acompaña en sus idas y venidas, corre y se esconde con él en las persecuciones, etc. Es muy útil para mantener la tensión narrativa, mientras el hilo de la acción está pendiente de resolución, como cuando en las películas nos muestran a la chica realizando sus acciones cotidianas (lavarse los dientes, ponerse el pijama...) mientras nosotros sabemos que el asesino está escondido en el armario.

RESUMEN
En el resumen el tiempo de la acción es mayor que el tiempo de la narración. Por poner un símil cinematográfico: es muy común que, en algunas películas, aparezcan contados varios años de noviazgo feliz entre los dos protagonistas por medio de planos difuminados (como las fotografías de boda), uno detrás de otro; en uno los dos novios pasean juntos por un parque en primavera; en el siguiente se besan en el cine sin reparar en la película; después aparece él regalándole flores a ella; y así sucesivamente. Luego vuelve la cámara a centrarse y pasa a contarnos, en una secuencia de escenas más lentas, a tiempo real, la gran catástrofe que rompe, en poco tiempo, la felicidad construida en esos años.

Cuanto más tiempo cronológico abarque la historia que queremos contar, más tendremos que acudir al resumen, como es lógico. Si queremos abarcar varios años en una narración breve, el mismo formato nos obligará a contarlo prácticamente todo en forma de resumen. Por eso, aunque no hay reglas fijas para la creatividad, conviene que si deseamos escribir algo corto no intentemos abarcar demasiado tiempo en las acciones, pues corremos el riesgo de que los resúmenes devoren la historia y, de esa forma, no tendríamos la oportunidad de acercar los personajes ni sus acciones a los ojos del lector.

ELIPSIS
La elipsis es similar al resumen, sólo que en ella se omiten por completo los hechos ocurridos en un tiempo dado, aunque se hace referencia a ese lapso. Por ejemplo, es común encontrarla en los cuentos populares, cuando el relato abarca muchos años: “Cuando la bella muchacha cumplió quince años...”. Se habla al principio del nacimiento (envuelto en profecías) y luego, en el siguiente párrafo, zas, la niña ya tiene quince años, que es cuando se pincha con la rueca, etc., etc.

DESCRIPCIÓN
La descripción es el retrato estático de las personas y las cosas (paisajes, objetos, ambientes, lugares...) presentes en la narración. Es, por decirlo de alguna manera, un tiempo muerto, un paréntesis en la acción.
El tiempo de la narración es, por tanto, mayor que el tiempo de la acción. La cámara se demora en los detalles precisos de personas y objetos, recrea la vista en colores y formas... La descripción nos impresiona por sus coordenadas espaciales.

La mezcla atinada de estas unidades va a ser la clave de lo que podríamos llamar el ritmo narrativo. Imaginemos un reloj de arena con varios estrechamientos en lugar de uno sólo. La arena que va cayendo sería la historia (la línea narrativa); las partes más anchas del reloj, en las que la arena se demoraría con pereza antes de seguir su camino hacia abajo, serían las descripciones y digresiones; las partes algo más estrechas, por las que la arena empezaría a precipitarse, serían las escenas y la narración lineal; y, por último, los estrechamientos por los que la arena pasa a toda velocidad hasta caer en el siguiente nivel, serían los resúmenes y elipsis.

Propuesta de Trabajo

Un día en tu vida

Narra un día de tu vida de principio a fin, introduciendo las siguientes unidades narrativas: escenas, narración lineal, resumen, descripción y elipsis. Has de usarlas en su justa medida (escenas con diálogos en los momentos importantes, resúmenes para aportar informaciones necesarias pero que no requieran detalle, elipsis para señalar un lapso de tiempo, etc.). El interés del lector en lo que estás contando va a depender del ritmo narrativo que le des al discurso.

Empatía


Si en general resulta dificultoso explicar con claridad y concreción cualquier idea abstracta, aún más peliagudo es expresar las sensaciones, emociones y sentimientos. En la vida real tendemos a confundir estos elementos y, por tanto, también en la escritura. Además de la dificultad que existe en aislarlos, tampoco es fácil expresarlos con palabras. Y sin embargo es algo que está a la orden del día: constantemente estamos recibiendo impulsos de los sentidos, y sintiéndonos alegres o tristes, queridos u odiados. ¿Por qué nos será tan difícil describir estos componentes cotidianos?

En primer lugar, desde pequeñitos nos han acostumbrado a ocultar el dolor, la alegría o el odio, hasta el extremo de hacernos olvidar su existencia. Por otra parte, esta materia toca nuestra fibra más sensible, con lo que nos resulta complicado tratarla con serenidad, objetivamente, y eso nos hace rehuirla. Por último, los sentimientos suelen ser bastante contradictorios, no se adhieren a la lógica que normalmente usamos para dirigir nuestras acciones, y por eso muchas veces no podemos ni acceder a ellos. Por ejemplo, a un sentimiento no le podemos preguntar “¿Por qué?”; lo máximo que podemos hacer es intentar concretarlo, aislarlo y expresarlo lo más claramente posible.

Para ello, vamos a desgranar los elementos que he mencionado más arriba (sensaciones, emociones y sentimientos):

SENSACIONES
(Sensación: 1. Impresión producida en los sentidos por un estímulo exterior o interior. 2. Percepción mental de un hecho, con independencia de las impresiones sensoriales.)

La sensación tiene que ver, en la primera de sus acepciones, con los sentidos: la vista, el olfato, el tacto, el gusto y el oído, tan presentes en nuestra vida cotidiana que a veces los escritores los olvidan, como si se dieran por hecho. Pero nada que no esté en el texto, aunque sea de manera elíptica o alusiva, se da por supuesto en un escrito. El sentido de la vista es el que más se utiliza a la hora de escribir, claro; es para el que está más preparado el lenguaje y nuestro vocabulario y, además, es difícil mantenernos ciegos.

Es más sencillo, sin embargo, mantenernos sordos o mudos, o insensibles a los olores y al tacto. Y, sin embargo, la expresión de estas sensaciones dotarán al texto de una humanidad que difícilmente se puede alcanzar con la explicación más detallada. Si introducimos en un escrito música, estrépitos o ruidos en el patio interior, texturas y roces, sabores, olor a gasolina o a alcanfor... estaremos creando atmósfera, pero también conseguiremos un cierto grado de empatía por parte del lector.
El gran ausente en la literatura suele ser, sobre todo, el olfato, debido posiblemente a la dificultad de expresar los olores con palabras. A nauseabundo, pestilente, hediondo, aromático y algunos adjetivos más se reduce el reino de lo olfativo, y ciertamente los que hay dicen bien poco del olor en cuestión. Es un sentido inválido, y para expresarlo tenemos que acudir a las asociaciones de ideas o pedir ayuda a los otros sentidos, como quien se apoya en muletas. No obstante, recordad que los olores tienen una capacidad de evocación intensa y duradera, no sólo en quien escribe sino también en el lector. Un olor bien situado en un texto vale por cien imágenes.

EMOCIONES, SENTIMIENTOS
(Emoción: Estado afectivo de intensa alteración, especialmente de alegría, pesar o ansiedad.)
Este será otro factor que puede acercar un escrito al lector. Si el que narra está alegre, y esa alegría está bien expresada, el lector se sentirá automáticamente identificado en esa parcela de humanidad.
Las emociones se pueden reflejar de muchas maneras, como por ejemplo diciendo directamente: me puse alegre o triste, o sentí muchísima ansiedad. No obstante, conviene reflejarlas en los actos (Me puse a dar pasos de ballet por todo el salón. Recorrí a toda prisa las calles de la ciudad fumando un cigarrillo tras otro con los dientes apretados).

(Sentimiento: 1. Acción de sentir. 2. Estado afectivo que causan en el ánimo cosas espirituales. Sentir: 1. Experimentar una sensación. 2. Experimentar un estado afectivo o de ánimo. Estado de ánimo: Estado de una persona en lo relativo a sus sentimientos y a su actitud optimista o pesimista ante las cosas.)

Y aquí es donde los diccionarios empiezan a liarse e irse por las ramas, porque todavía no ha nacido la persona que pueda definir con exactitud lo que los sentimientos son.

Puestos a lanzar hipótesis al aire, yo diría que existe una gradación en el alma del ser humano: primero es la sensación, la cual provoca una emoción, que a su vez nos lleva a un sentimiento. Esta gradación no sólo es temporal, sino que también se produce -en mi opinión- en una especie de estratificación: la sensación está a flor de piel, la emoción es más cerebral y el sentimiento florece en las profundidades de la mente, alma, o como quiera llamársele.

Si es difícil convenir una definición para los sentimientos, más difícil aún es identificarlos. Y si identificarlos resulta una tarea de locos, no digo nada expresarlos con palabras.

La expresión de los sentimientos vendría a ser como una profundización racionalizada en las emociones. Decir estaba feliz o estaba triste es muy fácil; lo complicado, y lo más valioso y sincero, es expresar el sentimiento real, oscuramente contradictorio -pues proviene de una mezcla de sensación física, emoción subconsciente y razón-, que subyace bajo tierra como un león dormido.

Todos tenemos sentimientos, pero hay que marearlos mucho para conseguir expresarlos. No basta con que el escritor se emocione o sienta lo que quiere escribir: ha de saber plasmarlo sobre el papel para que el lector, que no está en su pellejo, pueda sentir, a su vez, lo mismo. Así pues, no se trata de explicar los sentimientos, sino de que quien lea el texto experimente, a su vez, lo que se ha tratado de reflejar.

Propuesta de Trabajo

Los tres grados

Has de hacer ahora un recorrido desde las sensaciones, pasando luego a las emociones, hasta que éstas exploten finalmente en sentimientos. Puede ser una historia de amor, una pasión escondida o un recuerdo de infancia. Puede ser algo real o ficticio. Pero no olvides, ante todo, darle una vuelta de tuerca a las emociones hasta convertirlas en sentimientos.

La voz


El narrador de una historia es alguien del que muchas veces sólo conocemos la voz. No sabemos cómo va vestido ni qué hace en sus ratos de ocio, sino únicamente qué nos dice. Y hablo de voz (igual que antes he hablado de discurso) porque el lenguaje escrito, como ya dije, tiene mucho de oralidad transformada. Todavía, después de tantísimos siglos, la literatura conserva rasgos de su origen hablado, de las historias contadas alrededor de una hoguera o en la plaza del pueblo, y también del teatro. Así que al lector, cuando lee una novela, le parece estar escuchando un rumor muy característico que le va contando al oído sucesos fascinantes, y a través del cual tiene acceso, con ayuda de su imaginación, al mundo ficticio.
Para que esto ocurra, la voz del narrador ha de pasar inadvertida en lo posible (sobre todo cuando lo que se escribe es una novela), porque si continuamente llama la atención sobre sí misma, el lector se distraerá de la historia que le están contando y fijará su atención en las modulaciones atípicas de la voz, perdiendo el hilo de la narración propiamente dicha. No hay que olvidar que el objetivo del escritor, y por tanto del narrador, es que la historia y los personajes cobren vida en la imaginación del que lee, y eso es imposible si el narrador está gritando “¡Aquí estoy yo!”, en una exhibición continua de sus cuerdas vocales. De igual modo, tampoco es conveniente usar una voz monocorde y soporífera que, aunque no se señale a sí misma, tampoco apunte a los hechos que está narrando ni se implique en ellos.

En definitiva, para que la voz del narrador pase inadvertida sin resultar tediosa se tiene que dar una especie de simbiosis entre ésta y los hechos narrados, de modo que acoplada la una a los otros, formen una misma cosa.
Es importantísimo, pues, modular bien la voz del narrador y aprovechar todos los recursos que nos ofrece. Esa modulación va a depender de muchas cosas, como cuál es la historia que se está contando, si el narrador es a la vez uno de los personajes de la historia o alguien ajeno a ella, el bagaje cultural del autor, etc.; así que tendríamos tantos tipos de voces y combinaciones posibles de sus características como historias en el mundo.
Vamos a ver tres de los recursos de que dispone la voz del narrador y que, usados en su justa medida, pueden darle una modulación adecuada: el tono, el volumen y la expresividad.

TONO
Igual que en la vida diaria el tono que utiliza una persona para hablar a su interlocutor da un significado u otro a lo que dice, también el tono del narrador aportará parte del sentido a la historia.

El tono puede ser más grave o más agudo. Cuanto más grave sea, tanto más serio y profundo sonará lo narrado, mientras que la subida de los agudos imprimirá notas ascendentes de desenfado al texto.

Dependiendo del suceso concreto que se esté contando, el tono puede variar dentro de un mismo texto: no es lo mismo narrar un suicidio que una charla distendida entre amigos. Sin embargo, hay que tener cuidado con estas variaciones, ya que si son muy exageradas o repentinas, dará la impresión de que la voz del narrador ha cambiado, y que es otra persona -otra voz-, de pronto, la que nos habla.

El tono del narrador influirá tanto en la percepción de la historia como en la de los personajes, y a la vez se verá influido por ellos. Para ejemplificarlo, vamos a detenernos en nuestras tres obras modelo.

VOLUMEN
Regular el volumen de la voz del narrador es otra cuestión importante. En principio, a nadie le gusta que le griten. Valga como norma, pues, que la voz del narrador debe permanecer en un volumen medio: ni muy alta, ni muy baja. Sin embargo, como todos los recursos que estamos viendo, su modulación aportará a la historia matices significativos, con lo cual el narrador podrá alzar o bajar la voz cuando la historia lo justifique. Pero sólo en esas ocasiones.

Pongamos un ejemplo de voz injustificadamente chillona:
Así yo veía en aquellos días como motivo absoluto de una estrofa las adelfas cargadas de suicidios en los parques abochornados por la sombra soberbia de los rascacielos, la venustidad extravagantemente erótica de los escaparates, las barandillas de oxidado metal renegrecido de las escaleras de emergencia de aquellos viejos edificios del Bronx. (¡Qué bella decadencia en sus paredes delineadas como murales vivientes por las manchas de humedad y por los fanáticos grafitis!).

Como se puede ver, no sólo con exclamaciones se puede alzar la voz, sino también por medio de la combinación de sustantivos y adjetivos. En este caso, lo que se nos está contando no merece gritos, así que se le agradecería al narrador que bajara el volumen. Por otra parte, si el volumen permanece muy alto a lo largo de todo el discurso, el narrador no podrá subirlo cuando realmente se necesite, es decir, en las escenas de verdadera relevancia que requieran un grito de aviso al lector (“¡Cuidado! El perro está suelto”). Asimismo, el narrador puede bajar el volumen en aquellas partes -siempre necesarias en una novela- de puro trámite que no precisen una atención especial del lector; por ejemplo, mientras el protagonista baja las escaleras, sale a la calle y toma un taxi para dirigirse a una comida a la que está invitado, y en la que sí sucederán cosas dignas de una subida del volumen.

EXPRESIVIDAD
Otro recurso que va a permitir ajustar la voz del narrador va a ser la expresividad, que implicará la proximidad afectiva y el grado de adecuación del narrador con respecto a los personajes. En este sentido, la voz del narrador podrá ser cálida o fría, anhelante, acariciadora, tierna, distante, amenazadora o permisiva, despreciativa...

Igual que ocurre con el tono o el volumen, la expresividad de la voz del narrador va a aportar, combinada con el contenido de la historia, diversos visos de sentido a los personajes y, por tanto, influirá en la aproximación del lector hacia ellos. La policromía y la rica plasticidad que adquiere un texto por medio de este recurso bien utilizado es algo que muchos novelistas, encerrados en una neutralidad expresiva carente de matices, deberían tener en cuenta.

Tono, volumen y expresividad: tres herramientas muy útiles para modular la voz del narrador, cuyo dominio llevará a una perfecta adaptación del discurso a su contenido.

Propuesta de Trabajo

Modular la voz

Concéntrate en tu estado anímico actual y, cuando tengas claro cuál es, escríbele una carta a un amigo. Cuéntale lo que te ocurre sin usar una sola palabra abstracta (pena, alegría, tristeza, desazón, melancolía...), es decir, por medio de acciones y expresiones concretas, usando los recursos que se han dado en esta lección para teñir el discurso del estado de ánimo del que partiste.

El ritmo del discurso


Aunque puede parecer que la cuestión del ritmo es más importante en la poesía que en la prosa, no es así. Es verdad que en prosa el ritmo puede ser más libre (más abierto a diferentes combinaciones) que en un poema, pero no menos importante.


El ritmo de la voz del narrador ha de amoldarse a lo que nos está contando. Si el ritmo está descompensado, el lector percibirá cierta somnolencia ante la monotonía de las frases o le entrará tal taquicardia que dejará el texto para hacerse una tila o irse a la cama.


El ritmo vendrá marcado por varios factores. El primero será la longitud de las frases. Las frases largas están muy bien para hablar de sentimientos, por ejemplo, al estilo de Proust, pero no para la novela negra o el discurso publicitario.


Actualmente se tiende a acortar las frases porque la vida -y por tanto la realidad escrita- es más acelerada. Vivimos deprisa, queremos saber las cosas rápido, nos pierde la impaciencia. Por otro lado, si el narrador está contando una persecución, más vale que lo haga con frases cortas, concisas, para que el tiempo del discurso no sobrepase con creces al tiempo de la acción; las oraciones cortas dan velocidad al texto. Si lo que nos está relatando, por el contrario, es la contemplación de un paisaje, se podrá recrear en oraciones largas y calmosas. En general (y respetando el estilo propio), conviene ir alternando frases largas y cortas, para evitar la monotonía o el frenesí.


La longitud de los párrafos también influirá en el ritmo del relato. Conviene no cansar al lector con párrafos quilométricos, ni hacerle saltar constantemente de uno a otro. Con todas las excepciones que pueda imponer cada narración, valga como norma general la misma que con las frases: alternar párrafos largos y cortos dará un ritmo variado al texto, como en las sinfonías los tramos lentos y rápidos.


Otro factor que regulará el ritmo es la subordinación o coordinación de las oraciones. La subordinación crea, en general, un efecto acumulativo (las oraciones subordinadas se van acumulando sobre la oración principal, engordándola y cubriéndola de matices significativos). La coordinación, por su parte, proporcionará reiteración y sucesión de los acontecimientos (Cogí el abrigo y me marché, y ella se quedó allí, y yo creo que todavía estará allí, cubierta ya de telarañas).


Vamos a ver un ejemplo de ritmo en unos fragmentos del cuento de Gabriel García Márquez “El avión de la Bella Durmiente”. Déjense llevar por la melodía maravillosa de la voz del narrador:


Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales de color de las bugamilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
[...]
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió. Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara
por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiana que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
[...]


Como pueden observar, en este relato de melodía exquisita predominan las frases largas y coordinadas (y, y, y), pues la historia nos transmite una sucesión de acontecimientos, el transcurso de una noche de amor. Esa es la música de fondo de la voz del narrador. No obstante, se cuida bien de introducir de vez en cuando frases cortas que nos espabilan y rompen la letanía como toques de platillos (“Me quedé sin aliento”, “Fue un viaje intenso”...), así como frases subordinadas en la que los matices se superponen acumulativamente (“Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado”). Asimismo, nos encontramos a lo largo del relato con párrafos cortos, de longitud media, y largos.


Por supuesto, el ritmo de la voz del narrador tiene mucho que ver con el estilo del escritor, pero también en buena medida con la historia que nos cuenta, y con la habilidad para evitar la monotonía o la dispersión. En conjunto, los relatos son como una sinfonía, con un ritmo de fondo y variaciones que se van desarrollando en consonancia con el contenido. Son técnicas que el escritor usará, en general, de forma intuitiva, pero que a la hora de revisar habrá de tener en cuenta.


Propuesta de Trabajo


Una persecución


Ponte en esta situación: vas por la calle una noche, alguien sale de una bocacalle y se pone a perseguirte, tú echas a correr. Se produce una persecución. Narra esa escena.


A continuación, fíjate en el ritmo del discurso. ¿Qué longitud tienen las frases? ¿Cambiaría el ritmo si fueran más cortas o más largas? ¿Cómo crees que se podría mejorar el ritmo de la historia?

Visibilidad


Si paseamos por el campo con nuestro amigo Pepe, que es biólogo, y nos dice: "Mira, eso es un arce", la imagen de ese árbol que se mece ligeramente con el viento quedará unida para siempre en nuestra mente con la sonoridad del significante que la representa (arce), de una forma mucho más potente y útil, sin duda, que si buscamos arce en el diccionario y leemos: "(Del lat. acer, aceris.) m. Bot. Árbol de la familia de las aceráceas, de madera muy dura y generalmente salpicada de manchas a manera de ojos, con ramas opuestas, hojas sencillas, lobuladas o angulosas; flores en corimbo o en racimo, ordinariamente pequeñas, y fruto de dos sámaras unidas".

Palabras e imágenes están, pues, indisolublemente unidas, hasta tal punto que nadie podría poner la mano en el fuego a la hora de afirmar si su pensamiento discurre en palabras o en imágenes. No en balde la figura retórica más usada en literatura es la metáfora, que no consiste sino en la transformación de un concepto (que, por su abstracción o su importancia necesitamos evidenciar) en una imagen que lo representa y al mismo tiempo lo renueva y fortalece. "La metáfora viene a ser la bomba atómica mental", dice Ortega y Gasset, y con ello hace uso a su vez de una metáfora para crear en la mente del lector una imagen que cristalice el término. Mucho más útil para acercarnos el concepto, qué duda cabe, que la definición que nos ofrecen los manuales de retórica: "Figura importantísima (principalmente a partir del barroco) que afecta al nivel léxico-semántico de la lengua y que tradicionalmente solía ser descrita como un tropo de dicción o de palabra (a pesar de que siempre involucra a más de una de ellas) que se presenta como una comparación abreviada y elíptica (sin el verbo)".

Si nuestro amigo del alma nos dice "Estoy fatal", no descansaremos hasta que nos explique con más detalles a qué se refiere. Y hasta que no logremos sacarle algo similar a "Es como si me estuvieran perforando el estómago con un taladro" no estaremos en disposición de consolarle.

De forma que nos movemos constantemente de la palabra a la imagen, de la imagen a la palabra, con una soltura tal que nos resulta difícil tratar a este matrimonio como entes separados. Ni falta que hace, pues si llamas a una se trae a la otra de la mano, y viceversa.

John Gardner dice que la narración ha de provocar "un sueño vívido y continuo" en el lector. Leamos sus palabras:

Si el escritor entiende que las historias son ante todo, historias, y que el mérito de las mejores es dar origen a un sueño vívido y continuo, raro será que no se interese por la técnica, ya que la mala técnica es lo que más rompe la continuidad e impide que dicha ilusión se desarrolle. Y no tardará en descubrir que cuando manipula deslealmente lo que escribe -forzando a los personajes a hacer cosas que no harían si se vieran libres de él; introduciendo demasiado simbolismo (con lo que disminuye la fuerza de la narración al quedar excesivamente dirigida al intelecto); o interrumpiendo la acción para moralizar (por importante que sea la verdad que desee predicar); o "inflando" el estilo hasta el punto de que éste destaque más que el más interesante de los personajes-, el escritor, con estas torpezas, estropea su creación.

De modo que cuando el lector deja de visualizar imágenes y acciones para encontrarse con simples palabras una detrás de otra (como en el diccionario) el autor ha fracasado. Al contrario, cuando el escritor consigue mantener al lector en un mundo de imágenes rico y coherente a lo largo de todo el relato, ha triunfado en su objetivo.

Pero demos ahora la vuelta a la tortilla. Para conseguir crear en la mente del lector ese sueño vívido y continuo del que habla Gardner, el autor ha de visualizar antes, de forma detallada y concienzuda, las escenas de su relato. Para ello, ha de acudir a todo el caudal de imágenes -vividas o soñadas- que se almacenan en su cerebro, a las instantáneas captadas en el andén del metro o en la pescadería, a las películas vistas o a los sueños recreados por otros escritores en sus lecturas.

Si vamos un poco más allá, podemos decir que las imágenes son una fuente inagotable de inspiración para el escritor, pues la fuerza descriptiva de lo que nuestros ojos ven hará saltar la chispa de miles de historias encerradas en un ademán, la mirada de un niño o la forma en que el quiosquero se apoya, perezoso, sobre la pila de los periódicos del día. Así que, cuando sintamos la necesidad impostergable de escribir pero nuestra mente aletargada no dé con un tema o una idea de arranque, no tenemos más que acercarnos a la exposición de fotografías más cercana para que nuestro cerebro, ya preparado para ello, empiece a desentrañar las narraciones que envuelven las imágenes que pasen ante nuestros ojos.

Propuesta de Trabajo

De la imagen a la palabra

Date una vuelta por la exposición virtual "Con los pies en la tierra", que sirvió como base al I Concurso de Relato Fotográfico convocado por la Escuela de Escritores.
Elige una de las fotografías que encuentres allí y escribe una historia a partir de ella, de modo que la imagen sirva para hacer nacer a la palabra, y la palabra para completar la imagen.